sábado, 13 de diciembre de 2008

Los mayores errores de la medicina del siglo XX (parte II)

En esta segunda parte trataremos dos grandes errores que la medicina cometió (y que aun sigue cometiendo en algunos lugares): los manicomios sin posibilidad de reintegración y la catástrofe de la talidomida.

Las recomendaciones tabacaleras de los médicos y la técnica del picahielos no son, ni mucho menos, los únicos grandes errores que la medicina cometió durante el siglo XX. La prescripción de talidomida a embarazadas y los manicomios con un sistema más penitenciario que reintegrador fueron medidas lejos de ser consideradas terapéuticas. Desafortunadamente, todavía podemos ver algunos de estos errores presentes de forma puntual en el mundo.

Manicomios penitenciarios: La reintegración no es una opción (Siglo XIII - Finales del siglo XX)
La historia de la psiquiatría alberga más oscuros que claros en su forma de tratar los trastornos mentales. Además de la inexistencia de tratamientos efectivos hasta mediados del siglo XX, la psiquiatría se caracterizó generalmente por marginar y maltratar a sus pacientes. Los argumentos de autoridad, la religión y los prejuicios de las sociedades de la época influían fuertemente en las bases de esta especialidad médica y la ciencia era aún algo que se tenía en cuenta de forma marginal. Uno de los reflejos más fieles de todo lo anterior fueron los manicomios.

El origen de los manicomios es ciertamente difuso. Inicialmente consistían en templos en la antigua Grecia que reunían y acogían a enfermos mentales pero quizás esto fuera lo poco que tenían en común con los verdaderos manicomios que aparecerían en torno a la Edad Media. El primer manicomio del mundo, según algunos autores, se creó en Inglaterra en 1247 y se trataba del Bethlem Royal Hospital. Y digo "según algunos autores" porque para muchos, más que un manicomio se trató de un zoológico de humanos. Los enfermos mentales quedaban recluidos en habitaciones similares a cárceles y muchos de ellos quedaban encadenados. No había prácticamente ninguna intención de tratar a los enfermos, sino de esconderlos de la sociedad, como vendría siendo casi la norma durante siglos posteriores. No sólo los pacientes del hospital de Bethlem recibían un trato carcelario e inhumano por parte de sus "cuidadores", con el tiempo el lugar se convirtió en un espectáculo de feria donde los adinerados iban al manicomio a contemplar a los enfermos paseándose por las dependencias como quién va hoy a ver el zoo.

El segundo manicomio (o primero, si consideramos al anterior como un zoológico) lo creó un monje en Valencia con el nombre de "Hospital de los locos e inocentes". El trato con los enfermos era, a diferencia del manicomio anterior, más humano y con cierta intención reintegradora. Los internados gozaban de cierta libertad (se trataba de eliminar el empleo de cadenas) y se intentaba darles trabajo y actividades para ayudarles a desenvolverse en el mundo.

Los manicomios, que fueron proliferando a lo largo de Europa entre los siglos XVII y XVIII conforme las ciudades iban creciendo y las sociedades iban desentendiéndose y estigmatizando a los enfermos mentales, trataban a la locura como algo peligroso o inexplicable. Se les consideraba desde criminales y endemoniados hasta víctimas de un castigo divino. Aquellos con un trastorno mental más grave y un estatus social más bajo eran los principales candidatos a estar encerrados en estas instituciones médico-penitenciarias. No sólo los enfermos no mejoraban en su estancia en los hospitales sino que su marginación y la restricción de libertades empeoraban, con mucho, su condición mental. Fue lo que se llamó neurosis institucional. Desencadena por el aislamiento, la falta de libertad, el trato vejatorio y por unos tratamientos más parecidos a una sala de torturas que a un hospital: Sangrías, purgantes, lobotomías, terapia de shock insulínico, eméticos...

Por suerte, el despropósito de los manicomios fue desapareciendo a partir de mediados del siglo XX. La psiquiatría se replanteó seriamente este sistema de "tratamiento" a los enfermos mentales y se hizo una drástica reforma de estas instituciones. Ya no se trataba de marginar y encerrar a los pacientes, sino tratarlos con el arsenal terapéutico existente siguiendo unos protocolos científicos y reintegrar al máximo al paciente con la sociedad. Tampoco se encerraban ya a los enfermos de por vida, sino que permanecían el mínimo tiempo posible en el hospital para tratar las fases agudas de la enfermedad mental para posteriormente educar y preparar a la persona y reinsertarla en la sociedad rápidamente. Con las décadas se fue viendo que conforme más tiempo pasaban los enfermos recluidos en los hospitales, más difícil era después que pudieran hacer una vida normal en la sociedad. Hasta el punto de que algunos, tras mucho tiempo recluidos, tenían miedo de enfrentarse al mundo exterior.

Y así, con el paso de los siglos y hasta llegar a casi finales del siglo XX, las personas con trastornos mentales pasaron de ser marginadas y consideradas como criminales o endemoniados a ser tratadas como personas con una enfermedad a las que había que ayudar a reintegrarse.

La catástrofe de la talidomida (1953-1963)

La prescripción de talidomida a embarazadas durante los años 50 y 60 cambió las bases en el control de medicamentos.

Corría el año 1953. Una compañía farmacéutica suiza, Ciba, acababa de sintetizar una nueva sustancia cuyas consecuencias jamás imaginaron: la talidomida. Después de un periodo de pruebas extenso, no completaron su desarrollo al no encontrarle efectos farmacológicos apreciables. Sin embargo, otra compañía alemana, Chemie Gruenenthal, asumió la responsabilidad de continuar el desarrollo de esta sustancia en 1954.

Según la propia compañía alemana, realizaron experimentos con la talidomida en monos, un paso indispensable para la evaluación del fármaco antes de ser aplicado en el ser humano. No se encontraron efectos secundarios. Tampoco en conejas, ratas y perras preñadas a las que se les suministró el medicamento durante varias semanas. Mucho más tarde se descubriría que los animales recibieron la talidomida en un periodo de tiempo equivocado y/o en dosis tan grandes que los fetos habían muerto. En resumidas cuentas, las pruebas se hicieron de forma incorrecta y los resultados se falsearon.

Basándose en estas supuestas «pruebas», las autoridades alemanas aprobaron la talidomida para humanos. No tenían ninguna razón para rechazarla, pues según los informes todo era normal. Se unía además el hecho de que no fue hasta 1961 cuando se introdujeron en Alemania unas leyes específicas sobre el control de fármacos. De esta forma, el paso a la comercialización de la talidomida fue algo bastante sencillo.

Después de muchas indicaciones experimentales, la talidomida terminó convirtiéndose en un medicamento de elección para prevenir la naúseas, vomitos y ansiedad en embarazadas. Su distribución fue muy amplia, abarcando su comercialización a varios países de Europa, África, América y también en Australia.

Las consecuencias no tardaron en llegar. Miles de niños (se estima que unos 15.000) padecieron los efectos de este medicamento: Nacían con una falta de desarrollo total o parcial de piernas y brazos (focomielia). Los obstetras detectaron que algo iba mal cuando esta rara malformación genética de causa espontánea había aumentado espectacularmente su frecuencia. Tras varias investigaciones y encuestas a mujeres cuyos hijos tenían focomielia descubrieron quel el culpable había sido la sustancia que ellos mismos les habían recetado, la talidomida.

La avaricia de la farmacéutica distribuidora de la talidomida y la ignorancia de los obstetras
que la recetaban sin conocer las consecuencias, llevó al mayor desastre humano causado por un medicamento. Aunque muchas víctimas fueron compensadas económicamente y Chemie Gruenenthal fue llevada a juicio, aún muchas personas no han podido conseguir justicia debido a la rocambolesca burocracia necesaria para demostrar que fueron consumidores de dicho medicamento.
Vía: Soitu.

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